Mi representante se llama Rosana. Viene cada año el tres de octubre a recoger mi manuscrito a la casa-barco donde vivimos Iván y yo en Costa del Silencio, cerca de la Montaña Amarilla. Es una mujer alta, se diría que esbelta, parece romana pero es madrileña y viste de Mango con sus zapatos de cuña y sus gafas de Oscar de la Renta. Tiene la voz gruesa y las uñas siempre manicureadas. La verdad es que me siento una minúscula ave salvaje a su lado, con mis pelos rizados y algo despeinados y mi cara sin maquillaje.
Le habló de mi existencia un amigo en común, Nico, quien le dijo que había una escritora algo buena que vivía en un remoto barrio del sur de Tenerife, y ella vino a leer mis relatos, antes de colgarlos en internet, y por algún motivo pensó que no era mala idea tenerme en su lista de fichajes, como si yo fuese una “canterana” de su Barça particular.
Cada año preparo bien mi manuscrito. Cuando empecé con ella le llevaba mis novelas y relatos en papel, ahora con un simple pendrive es suficiente. Reconozco que podríamos arreglarnos vía email, pero a ambas nos gusta el vis-a-vis anual y así ella ve si estoy bien, si me falta o sobra algo, si mi ánimo es el adecuado o necesito un respiro extra. Siempre me propone presentaciones. Bromea: “No me seas Pynchon”, y reímos, con la complicidad de quien ríe con un viejo chiste que ya no hace gracia.
A ella no le gusta que mis novelas sean tan cortas o que yo no me ciña a las modas, a mí no me gustan sus zapatos ni las portadas que me propone. No le gusta que no me quiera sacar nuevas fotos para la contra, y a mí tampoco que las sinopsis de mis libros sean tan cortas. A ella no le gusta que no me quiera cortar el pelo y hacer un alisado japonés, ni a mí que en las segundas ediciones me ponga esas terribles bandas rojas anunciando las declaraciones de los periodistas de postín. Pero nos llevamos bien. Nos queremos y nos respetamos. Yo escribo a mi manera, con mis altos y mis bajos anímicos y ella ni se entera.
Me da pena, porque nuestra relación se basa en un cheque. En un mundo sin literatura, Rosana y yo nunca seríamos amigas.