La sonámbula habitual

El sonido del timbre de la puerta hizo despertar a Sofía, pero ella ya tenía los ojos abiertos y estaba en medio del salón de su casa, mirando fijamente a través del televisor, a través de la pared, hacia algún punto indeterminado del universo. Se asustó, pero no demasiado, estaba acostumbrada ya, tras una vida entera de sonambulismo, a encontrarse de pronto frente a un escenario que no era el que su prematuro consciente esperaba.

Recorrió el pasillo y abrió la puerta sin molestarse en otear por la mirilla a su visitante. Debían ser las seis de la mañana, pero no prestó atención a la hora, rara vez lo hacía. Al otro lado, sobre el felpudo con la palabra «bienvenido», una chica parecía muy nerviosa, tenía los ojos llorosos y movía los pies dando pequeños saltitos, como si calentase para correr una maratón. Súbitamente agarró a Sofía por el brazo, y le gritó: «¡Corre! Mi padre va a tirarse por la ventana. ¡Corre!». Sin demasiado tiempo para reaccionar y buscar explicaciones a lo que estaba sucediendo, Sofía se contagió por la evidente angustia de la misteriosa joven, se calzó rápidamente, cogió las llaves de su casa, y la siguió escaleras abajo, sin ni siquiera preguntarle su nombre.

La muchacha tenía el pelo muy largo y liso, castaño, trenzado con descuido y atado con un coletero que parecía que iba a caerse en cualquier momento, mientras corrían entre los edificios colindantes hacia el lugar donde, un hombre, supuestamente, quería tirarse al vacío.

Aquel laberinto urbano era un barrio viejo, olvidado y destartalado, poblado de vidas estáticas y olores a comida de cuchara que humeaba casi a través de cada pasillo y de cada portón. El edificio por el que entraron tampoco tenía ascensor, como ninguno de los demás, y Sofía y su nueva conocida subieron las escaleras a toda prisa, pisando panfletos ya descoloridos y levantando el polvo a cada peldaño. Por fin llegaron al tercer piso, casi sin aliento, y la joven de la trenza destartalada abrió la puerta con desesperación. Sofía aún estaba sumida en una especie de vigilia, sin llegar a tener la certeza de si estaba despierta; aunque tenía siempre cierta tranquilidad al pensar que, cuando dormía, no podría hacerse esa pregunta (al menos, esa era la lógica en la que ella confiaba).

Esa noche había tenido el mismo sueño que le perseguía hacía años. A veces lo recordaba, a veces no, a veces tenía lugar en escenarios diferentes, y en ocasiones parecía suceder en ningún lugar, en un vacío casi negro, quizás gris oscuro, en el que ella sentía cómo flotaba y no podía sostenerse con las leyes lógicas de la gravedad terrestre «en esa utopía de la que nos hablan los griegos», escuchó una vez decir a un hombre muy alto y muy mayor. En todo caso, el leit motivdel sueño era siempre el mismo, desde hacía veinte años. El origen del sueño no tenía ningún misterio, pero, aún así, Sofía llevaba media vida intentando descifrarlo sin querer.

La historia de esta onírica redundancia había comenzado pocos días después de cumplir los veinte años, cuando su novio de la adolescencia, su primer amor, un chico de pelo largo y ojos de gato, había muerto sin preludio alguno. Muerte súbita lo llaman, la más terrible de las posibilidades. Caer desplomado al suelo, de pronto, y yacer sin vida. Todo en un instante, quizás eterno para la persona, inolvidable en la memoria de quién está al lado y casi, como si de una desaparición se tratase, sin posibilidad de que un experto en algún campo de las ciencias a las que uno acude para calmar la soledad del superviviente de fondo, pueda decirte la causa. Cosas que pasan, cosas de la vida, muertes que no parecen pertenecer a esta realidad. Después de presenciar esto, y de todo lo que vino después ―que es largo, engorroso y no vale la pena contarlo―, y después de varios días sin pegar ojo, por fin Sofía logró dormir una noche.

Esa noche tuvo un sueño lúcido, imborrable, en el que aquel chico muerto tocaba la guitarra, como siempre solía hacer cada tarde cuando salían de clase, con sus manos extrañas, sus dedos alargados, deformes, que tanto disgustaban a la Sofía de entonces. En el sueño, ella no podía dejar de mirar sus dedos rasgar las cuerdas; pero no escuchaba nada, es como si su yo inconsciente fuese sordo, y como si todo lo que existiese fuera la imagen nítida de aquellas manos, y sus pequeños surcos e imperfecciones, rasgando aquellas cuerdas. La Sofía del sueño miraba alrededor y veía una pared blanca, un póster colgado de una vieja banda de rock y regresaba la mirada a la guitarra y a aquellas manos que parecían querer tocar todas las notas del mundo, cada vez más deprisa, cada vez más frenéticas, y cada vez más silencioso todo en aquella habitación onírica.

Sofía quería decirle que parase de tocar, que le iban a sangrar los dedos; pero cuando desviaba la mirada de la guitarra no quedaba nada, se difuminaba el resto del cuerpo fundiéndose con las paredes, bidimensional, sin fondo y sin cuerpo, solo una pesada guitarra sostenida por la nada, en medio de una habitación que ella nunca había visto. Ese día lejano despertó llorando, gritando y, confusa, salió de la habitación. Se tomó una taza de café y decidió no dormir nunca más; pero aquello no funcionó y, aunque lo lograse por un par de días, de vez en cuando, al cabo de poco caía rendida de puro agotamiento y volvía a ver aquella imagen, quizás en otro lugar, pero siempre las manos extrañas de su novio tocando aquella canción que (no) sonaba a muerte.

Y ahora, tenía la vaga sensación, mientras se adentraba por aquella casa, de que esa noche había vuelto a tener el sueño; pero no estaba segura. Siempre que se despertaba sonámbula no recordaba lo que soñaba; solo le quedaba un ligero regusto de angustia en la punta de la lengua, muy parecido al que tenía cuando tenía «el sueño», como ella lo llamaba.

Llegaron las dos, Sofía y la muchacha de la larga cola, a una cocina cuadrada, casi sin muebles, con una larga encimera que bordeaba toda la habitación. A Sofía le extrañó que no hubiese ni siquiera una tostadora, o una cafetera, o algún vaso o plato encima. Estaba completamente vacía, como si nadie la hubiese utilizado nunca. Su mirada se topó pronto con la espalda del que suponía era el padre de la chica, que estaba sentado en el borde de la ventana, mirando hacia el exterior, casi al límite del equilibrio y le pareció a ella que, más que tirándose, estaba dejándose caer. Sujetaba en las manos, firmemente, una libreta gruesa y negra, como si aquel objeto le preocupase más que su propia vida, a pesar de que pendía de unos escasos centímetros de ladrillo.

Volvió a sentir que agarraban su brazo. «¡Venga, ayúdalo, por favor!», gritó la chica mientras la sacudía. «¡Venga!» Sofía la miró, escudriñó su rostro en busca de algún rasgo familiar; pero no lo encontró. Era como una de esas fotografías que vienen con el marco cuando lo traes de la tienda. Tal vez la has visto antes, pero no te suena de nada; una cara entre tantas miles de caras que habría visto en su vida, quizás, o tal vez una cara nueva pero similar. «¿Cómo te llamas», decidió por fin preguntarle. «Verónica. Venga, ve…», y la fue empujando delicadamente hacia la ventana. Sofía se dejó llevar, se sentó en la encimera, con la espalda apoyada en la pared y de espaldas a aquel hombre, que cada vez estaba más al borde.

―¿Qué es esa libreta?

―Un diario, más o menos ―respondió él, sin girarse, sin sorprenderse, sin hacer amago de nada en absoluto.

―¿Has escrito algo hoy?

―Solo una frase: «Tenía los pies pequeños».

―¿Quién tenía los pies pequeños? ―preguntó Sofía, intrigada.

―No lo sé, alguien, alguien debe de tener los pies pequeños, ¿no?

―Sí, pero lo debes haber escrito por algún motivo. Supongo…

El hombre se giró y, antes de poder verle la cara, Sofía desvió la vista, todavía tenía miedo de estar durmiendo, y de que aquel hombre, de pronto, no tuviese rostro, y volviese a despertarse en mitad del salón, o en la escalera del edificio, como tantas veces. Se dio la vuelta y se sentó al lado de Sofía, al parecer olvidando por completo sus intenciones suicidas. Apoyó la cabeza en el hombro de ella y empezó a hablar, como si llevase una vida entera esperando decir aquello.

«Era yo. Yo tenía los pies pequeños. Era yo. Esa es la verdad. Me los miré cuando estaba en la puerta, esperando a que pasase la gente por delante de la casa. Pensé que eran muy pequeños para un hombre, y mucho más para un hombre de mi altura. Pero eran mis pies y quedaba solo un paso para llegar a aquel arcoiris, que lo era todo. En aquel arcoiris estaba el mundo entero, bueno, ¡qué digo! ¡Más que el mundo entero! Estaba todo lo que ha existido, lo que existió, lo que creemos que existe, lo que vemos y lo que no vemos. Y yo, allí, a un paso de pisarlo. Pero te dicen que no puedes pisarlo, porque lo mismo que ELLOS te dicen que no puedes agarrar una nube y no puedes saltar mientras estás acostado. Pero yo tuve que hacerlo. Entré allí, y lo pisé, con mis pies pequeños que ni siquiera ocupaban una de las franjas de colores, y me dio igual, no estaba ya para tonterías a esas alturas. Verónica ya había entrado en el colegio y yo no tenía nada que hacer durante el resto de la mañana. Así que pisé el maldito arcoiris. Y ahora lo sé, lo sé todo, sé que puedo cruzarlo en barco, en tren, tomar la dirección opuesta y llegar a la habitación; pero da igual, porque ya nada de eso importa. ¿Lo entiendes? Ya nada es todo, por ahora.»

Sofía asintió y cogió la libreta de las manos del hombre, aún sin mirarlo. ¿Puedo leerlo? Claro, es tuyo.Te lo regalo. Sofía lo besó sin mirarlo y se fue de allí con la libreta entre las manos. Deshizo el camino andado y regresó a casa. Se sentó en el sofá y dejó la libreta encima de la mesa. Titubeó, pero finalmente la abrió, pasando todas las páginas llenas de frases, letras, dibujos, o lo que fuese que contenía aquel diario, y escribió: «Estoy despierta». Luego se acostó allí mismo y se cubrió levemente con una sábana.

Antes de caer profundamente dormida recordó que no había vuelto a ver a Verónica, la chica que viene en la foto del marco cuando lo compras.

Alba Sabina Pérez

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