Cuando el pirata frances Jean Capdeville invade San Sebastian de La Gomera en 1571

Desde mediado el año 1570 habían cruzado sobre aquella isla y la de La Palma diferentes piratas franceses que los hugonotes de La Rochelle enviaban para interceptar nuestro comercio de la América. Uno de ellos fue Jacques de Soria, bravo normando que, siendo subalterno del almirante Coligny (aquel gran talento, enemigo de Felipe II, de la religión de Francia y de las posesiones de España), venía mandando cinco velas.

Habiendo, pues, atacado y rendido a la vista de La Gomera el Santiago, nave portuguesa que acababa de salir del puerto de Tazacorte, dio muerte atroz a los célebres 40 jesuitas que, capitaneados por el padre Ignacio de Azevedo, iban a las misiones del Brasil. […] Jacques de Soria arribó poco después a La Gomera con su armada, trayendo bandera de paz. Dejó allí los prisioneros; y asegura el cardenal Cienfuegos que el conde don Diego alcanzó entonces de los franceses la sotana de uno de los jesuitas sacrificados, cuyas reliquias estuvieron en veneración entre aquellos pueblos.

Al año siguiente (1571) se dejó ver por segunda vez sobre estos mares otro pirata que, montando la misma capitana, era digno sucesor de Jacques de Soria. Juan Capdeville, bearnés, hombre osado, también hugonote y que espantaba con su nombre las islas, se presentó delante de la villa de San Sebastián de La Gomera el día 24 de agosto, llevando cinco naves, cuatro francesas y una inglesa. No pudo resistirse el desembarco. Retiráronse los naturales la tierra a dentro, y los enemigos saquean, queman y destruyen gran parte del lugar. Entonces sucedieron aquellos prodigios de constancia cristiana que el obispo de Mantua y el P.fray Luis Quirós refieren de sus hermanos los religiosos de La Gomera. No sólo fray Bernardino Ramos, que era guardián, sino también sus súbditos, se habían sorprendido tanto con la inopinada invasión, que huyeron, abandonando el convento, la iglesia y la sagrada eucaristía.

Fray Antonio de Santa María se avergüenza a muy pocos pasos. Vuelve a la villa revestido de celo, corre al sagrario, consume las santas formas, pero cae en manos de los hugonotes al salir de la iglesia. Ya habían cogido al cura y otros vecinos. Todos fueron llevados a bordo de la capitana, sin que cesase fray Antonio de predicarles, exhortándoles al martirio. Pasados seis días, los sacaron de la bodega para disputar sobre dogmas. Trasládanlos después a otro bajel, cárganlos de golpes y bofetadas, los hieren, los desnudan, los atan y arrojan al mar con pesadas piedras al cuello.

El que primero murió ahogado fue el cura, luego el religioso, luego a escopetazos y botes de lanza los otros prisioneros. Entre tanto, fray Diego Muñoz, que había quedado en el convento recogiendo las imágenes, ornamentos y alhajas, se ve rodeado de enemigos.

Lleno de santo arrojo reprende a los herejes sus ultrajes; ellos tratan de castigar los suyos. A esta bulla salta un donado llamado Miguel o Gumiel (como dice el obispo de Mantua), que hasta entonces había estado escondido y, queriendo defender la vida su compañero, son ambos víctimas de la saña de los piratas, que echaron sus cuerpos al mar. Algunos naturales los recogieron y dieron sepultura. A este tiempo ya el conde había acaudillado el paisanaje y, marchando con él impetuosamente, se echó de golpe sobre la villa, de manera que los enemigos, no osando resistir el acometimiento de los valerosos gomeros, se fueron embarcando de tropel, dejando muchos muertos en la ribera.

Cada instante se comprobaba el concepto que de la importancia del puerto de La Gomera tenía entonces en la corte. En 1580 arribó a aquella isla el navío de Juan Martín de Recalde, que conducía los galeones de la América. El conde le dio todo el favor y ayuda de que necesitaba.

Había aportado allí al mismo tiempo el gran marqués de Santa Cruz con las naves destinadas a socorrer la flota contra la escuadra de Strozzi, siendo gloria de La Gomera haber tenido por morador al almirante de las Indias, al descubridor del Nuevo Mundo, a Cristóbal Colón, y por su huésped al invicto general de las galeras de España, al héroe de ambos mares, a don Alvaro de Bazán. Dándose el rey por bien servido del conde, le escribió con este motivo una carta gratulatoria, en que le manifestaba su confianza, le aseguraba de su memoria y le ofrecía mercedes.

Encargábale aplicase su celo a facilitar la salida de dicha embarcación y galeones, a fin de que retornasen a España en conserva de los navíos que iban a convoyarlos. Pedíale, finalmente, que reclutase en las islas algún número de marineros que, sirviendo desde luego en ellos, pudiesen hacerlo después en la expedición a las Terceras, según se meditaba. De este modo contribuyeron las Canarias a tan gloriosa empresa y quedó La Gomera más al abrigo de los insultos.

 

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