Esa era la respuesta permanente que daba Seño Nené, un viejo barquero del Pris tacorontero que alguna vez he recordado, cuando le preguntaban por su salud. Así fue hasta el mismo día en que murió de vejez e inanición, y esa es la que se da hoy por unos y otros si preguntamos por la monarquía hispana que está ya en ese estado.
Con la “fugona” –como decimos en Canarias- del Rey Demérito, sintiendo que una auténtica espada de Damocles pende de un triste hilo sobre las coronadas testas borbónicas, el politiqueo se ha lanzado en tromba en defensa de la “Institución”. No solo la derecha cavernaria del PP, VOX y Cs, que es lo suyo, sino provectas voces de una supuesta izquierda que se está quedando anclada y momificada en la memoria de una Transición en que agacharon la cerviz y renunciaron a ideologías ante los ruidos de sables que agitaban los cuarteles en ese entonces.
La dictadura fascista planteaba perpetuarse. Para ello sometió a Referéndum en julio de 1947 la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, en la que se instauraba el Reino de España con Franco como Jefe de Estado y con Trono vacante hasta el momento que Franco decidiera quién sería el monarca. Basado en esa Ley –que se publicó el 18 de Julio de 1947- el Caudillo de España designó, en Julio de 1969 (siempre ese mes trágico en España y sus colonias) a Juan Carlos de Borbón y Borbón-Dos Sicilias como sucesor a la Jefatura del Estado, con el título de “Príncipe de España” que, para acceder al cargo, juró el 22 de Julio de 1969 su “fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino”, saltándose los hipotéticos derechos dinásticos que podría aducir su padre Juan de Borbón. A la muerte de Franco, 20 de noviembre de 1975, dos días después, el todavía Príncipe de España fue coronado en las Cortes como Rey con el nombre de Juan Carlos I. Sin embargo, la Ley de Sucesión permaneció vigente hasta 1978 después de que su padre, obligado por la fuerza de los hechos, renunciara oficialmente a sus “derechos” dinásticos.
A partir de aquí comienza el constructo social y cultural que constituye el Rey Juan Carlos, constructo que se ha formado con la ayuda de una clase política desideologizada y acobardada ante unos poderes facticos que continuaban –y continúan- intactos desde el franquismo y unos medios de comunicación, de la misma procedencia, que han formado un muro impenetrable que protegía hasta hace poco la figura, además inviolable, del monarca. El golpe del 23 F del 81 –el más chapucero de la nutrida colección de los carpetovetónicos golpes de estado- fue la herramienta más precisa, y preciosa, para el apuntalamiento de la neomonarquía impuesta por el Caudillo. Como resaltó el estudio sobre ello que publicó la UNED “la derrota (del 23F) tuvo la virtud de consolidar formalmente el sistema de la Transición, aunque al precio de realizar un giro conservador aceptado por todos los partidos” ¿Quién, de los que sufrimos aquello, no recuerda las portadas, inflamadas de espíritu patrio, de El País y Diario 16 en su defensa de la Constitución y la figura de Juan Carlos? Casi superaban a las del propio ABC. El único islote de cordura que recuerdo fue el que publicó en el espacio de “Sociedad” de El País, el 8 de marzo siguiente, Francisco Umbral –que confieso no fue santo de mi devoción- con su caustico estilo de punzante ironía haciendo un burlesco análisis de la vulnerabilidad democrática y la borreguil ciudadanía que la abrazaba “Aquí hemos pasado de la reticencia intelectual o menestral ante la exótica figura de un Rey, después de medio siglo sin tal, a la entrega absoluta en sus brazos. Él nos ha salvado, él ha salvado la democracia, él se ha salvado a sí mismo. Ya tenemos un padre, un César, esa cosa freudiana que los españoles buscamos siempre para que piense por nosotros. (…) Antes pasábamos de democracia porque no nos casaba bien con la Corona, y ahora pasamos porque ya está la Corona para hacer la democracia”.
Pilar Urbano ya apunta en la dirección correcta en su libro “La gran desmemoria” (2014) en que nos aparece un Juan Carlos como figura que, desde las bambalinas, mueve las marionetas que representaron una tragicomedia cuando afirma que el Golpe “sale de Zarzuela y sigue en Zarzuela desde julio del 80 hasta la segunda semana de febrero de 1981” aunque, bastante antes, Iñaki Anasagasti ya analizaba en su libro “Una Monarquía protegida por la censura” (2009) los claroscuros de la figura del Rey y la sumisión de los medios informativos que fabricaron el muro del silencio a su alrededor. Anasagasti desvela una conversación en julio 1980 entre el Secretario de la Casa del Rey, el general Sabino Fernández Campo, con el también general José Ramón Pardo de Santayana sobre la “solución Armada” de un “Gobierno de Concentración Nacional” que podría incluir a un general a la cabeza, tal vez el mismo Alfonso Armada, y que, vista la débil posición de Adolfo Suárez y la pujanza de las acciones de ETA –que ya había atentado contra altos cargos militares- parecía contar con el respaldo de las fuerzas políticas incluido el PSOE de Felipe y Guerra. Sabino afirmaba que “al Rey ya se le ha caído la venda de los ojos…y se da cuenta de quién es Suárez”.
Hoy los datos son tantos que, aunque habrá que esperar a que se desvele lo oculto en la documentación en esos tensos momentos de los archivos del Estado –si es que se hace alguna vez- todo indica que el 23 F era ampliamente conocido por Juan Carlos con mucha antelación. Una conversación de Carrillo –uno de los pocos que no consta en la nómina de presuntos desbancadores de Suárez- con Sabino Fernández Campos después del 23 F le contaba que el monarca le había comunicado “su impaciencia porque entre todos lograran librarle de Suárez de la Presidencia del Gobierno” y añadía Carrillo “si eso me lo dijo a mí ¿Qué no le diría a alguien como Milans del Bosch?”. Hasta que no surgió sus efectos mediáticos para crear el entonces inexistente carisma del monarca, no se paró la parodia. El propio Adolfo Suárez reconocía a Victoria Prego – y en la red está colgada la entrevista- que “las encuestas que el Gobierno manejaba dejaban claro que la sociedad pedía una República”. A la una de la madrugada, un Juan Carlos, mayestático, revestido de todos sus arreos militares con cacharrería medallera incluida, daba la archiconocida entrevista en TVE que lo elevaría a los altares de salvador de la patria y la democracia.
En verdad que el hilo del que cuelga esa espada damocliana venía rompiéndose desde 2011, cuando por primera vez, miembros de la familia real se sientan en un banquillo con el “Caso Nóos” que termina con multa de 265.088,42 € para la Infanta Cristina como responsable civil a título lucrativo y con cárcel para su marido Iñaki Urdangarín. La infanta fue desposeída de su título de marquesa de Palma aunque, gracias al Cabildo Gomero y a su Presidente D. Casimiro Curbelo, el teatro de San Sebastián, la villa capital de la isla, conserva el acrisolado nombre de “Infanta Cristina”. Juan Carlos pronunció en el tradicional discurso navideño de ese año que “no se pueden aceptar las conductas irregulares, y es normal que la sociedad reaccione contra ellas” para terminar con un rotundo “En España la justicia es igual para todos”.
Solo un año más tarde de tan igualitaria expresión, en 2012, con el “incidente” de Bostwana, fatal para el desgraciado elefante, pero grave también para el monarca, su cadera y su compañera de cacería y cama la tal Corina. Dicho incidente, tras su foto de prensa de gran cazador blanco con elefante muerto, motiva su petición de perdón a la opinión pública al salir de la clínica. Con semblante compungido, casi lloroso, pronunció aquel “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir” aunque, la verdad es que empieza a sentirlo en serio cuando se publica que la justicia suiza, con faldas y comisarios chorizos incluidos, estaba detrás de sus asuntillos multimillonarios como “conseguidor” de contratos hispanosaudíes. La prensa comienza a sacar toda la ingente cantidad de basura corrupta, los líos de faldas y el fabuloso tren de vida de “nuestro” –es un decir- Rey en momentos en que el Estado y sus habitantes afrontaban las draconianas condiciones que pactaban con la derecha europea. Es todo tan archiconocido que no voy a repetirlo. Basta con la prensa y hasta con la tele-basura que tanto abunda.
La situación se hace tan delicada que en junio de 2014 Juan Carlos I se ve obligado a abdicar en su hijo Felipe, que pasa a ser Felipe VI y, espero, Último. El Ejecutivo español aprobó un decreto por el que Juan Carlos obtiene “vitaliciamente el uso con carácter honorífico del título de Rey con tratamiento de Majestad y con honores análogos a los establecidos para el heredero de la Corona, Príncipe o Princesa de Asturias”. Como día sí y día también iba saliendo a la luz el origen de la fortuna de su papaíto, usando la pandemia vírica se intentó por los asesores reales poner un tapafuego al avance imparable del deterioro de la monarquía hispana. En el inicio de los confinamientos, a pocas horas de declarado el Estado de Emergencia y con todo el mundo mirando las noticias de los contagios y las medidas draconianas adoptadas, Felipe VI comunica que renuncia a la herencia de su padre en las Fundaciones turbias que tenía Juan Carlos, herencia que conocía desde, al menos, un año antes por haberla publicado en diario inglés “The Telegraph”. Golpe teatrero de efecto si no fuera porque no se puede renunciar a algo que aún no se tiene y que, para más inri, la única herencia paterna que ya posee es la Corona, y no parece muy dispuesto a tirarla al museo de la historia donde ya debería estar. La maniobra no funcionó lo suficiente vistas las cada vez más graves acusaciones que siguieron cayendo sobre la corrupción monárquica.
Como todo caso de corrupción, una vez que se destapa, es irrefrenable. Este del Rey Demérito amenaza con arrastrar tras de sí a la Institución impuesta en su día por el dictador fascista. Como siguiente jugada en la defensa de la monarquía, entre el actual Rey y el Gobierno, o al menos una parte del mismo, se trama la subrepticia salida de Juan Carlos del territorio español con destino desconocido, con medios y seguridad desconocidos, en maniobra de alto secreto que parece más bien, dicho en canario, una fugona que un veraneo real. Toda la caverna se ha lanzado al ruedo esgrimiendo el concepto clave de que el responsable de sus actos es Juan Carlos y no la Institución monárquica. Incluso se pone como ejemplo el célebre “tres per cent” catalá de Jordi Pujol que denunciara Maragall, en que, aunque sea el Honorable el responsable, no daña a la Generalitat. Incluso el Presidente Sánchez incide en que “las conductas irregulares comprometen a su responsable y no a la institución” para asegurar de palabra y por escrito que “el PSOE se siente plenamente comprometido con el pacto constitucional en todos sus términos y extremos”. Falso razonamiento. Si el Honorable President de la Generalitat o el Presidente del Gobierno español, que para el caso vale igual, “comete irregularidades”–que forma más elegante y fina de llamar a los latrocinios a mansalva- la Institución no tiene por qué ser objeto de ataque. Se destituye al cargo, se le somete a juicio y se VOTA EN UNAS ELECCIONES al sustituto que proceda. ¿Podemos, Constitución Española en mano, destituir al Rey de su cargo INVIOLABLE de Jefe del Estado? ¿Convocar unas elecciones y sustituirlo por otro electo por la ciudadanía? ¿Verdad que NO? Por eso lo que hay que eliminar es la Institución, la MONARQUÍA, ilegítima de origen, que protege y regula esta anormalidad democrática.
Deleznable, a mi entender, la postura del Presidente Sánchez y del aparato del PSOE que, desgraciadamente y cada vez más, me recuerda al felipismo que amparó aquella transición que se inició con un falso golpe de estado gestado en la Zarzuela.
Gomera a 6 de agosto de 2020
Francisco Javier González