Quintas: guerra, rebeldía y negocio

Cuando el escritor tinerfeño Luis Rodríguez Figueroa publicó hace algo más de un siglo su famosa novela El Cacique, hizo aparecer en ella al joven Juanillo, víctima de la venganza del despótico alcalde Don Oroncio, quien amañó el sorteo de los reclutas en el pueblo para enviarle a la Guerra de Cuba. Este episodio muestra hasta que punto la llamada “cuestión de quintas” era una preocupación vital para las clases populares en aquellos tiempos de la Restauración. El hecho de ser llamado a filas, ya fuese en periodos de paz o de guerra, suponía un enorme contratiempo para el mozo y su entorno. El servicio militar no sólo exponía al afectado a probables riesgos físicos, sino que dejaba a la mayor parte de las familias en una situación muy precaria. La ausencia por tres o cuatro largos años, de aquellos que estaban en la mejor disposición de aportar ingresos a las pobres economías domésticas, provocaba el rechazo mayoritario de la población al reclutamiento.

Esta imposición procedía además de un sistema claramente injusto y corrupto, en donde el Estado, lejos de atender a las necesidades de los ciudadanos, por entonces sólo representaba duras cargas y deberes. Por ésta y otras razones, la relación histórica de la sociedad canaria con el servicio militar fue siempre conflictiva, en especial a partir de la liquidación de las milicias provinciales en 1886. Tal fue así, que las capas populares isleñas reaccionaron con una evasión masiva del servicio obligatorio. Una verdadera protesta social, silenciosa pero contundente.

En realidad, la existencia de tantos fugitivos de las islas se explicaba por las propias necesidades del capitalismo agrario del siglo XIX. En otras palabras, los prófugos formaban parte de un gran negocio. Los enganchadores, contratistas, empresarios navieros, terratenientes y autoridades locales unían sus intereses en torno a la emigración clandestina y al empleo de mano de obra asalariada en la agricultura de exportación. Esto procuraba grandes ingresos y dependía de la tolerancia de ayuntamientos y diputaciones hacia los prófugos y desertores del servicio militar. El fugitivo, requerido como jornalero en los campos cubanos o canarios, era en definitiva un objeto indispensable para que esta fórmula siguiera generando beneficios a las burguesías de ambos lados del Atlántico.

La protección al prófugo era pues un asunto que implicaba al conjunto de la sociedad insular frente a la continua presión de los mandos militares. El Ejército insistía en que se acabase con esta descarada evasión de una vez, lo que debía incluir duras sanciones contra todas aquellas autoridades civiles implicadas. Baste como muestra de este incumplimiento que de los 682 reclutas canarios señalados para su traslado a Cuba en 1896, ni siquiera se presentaron al sorteo 102 de ellos, otros 275 lograron redimir el servicio pagando las dos mil pesetas exigidas, una importantísima suma para la época, y por último 114 soldados de ese cupo desertarían con posterioridad.

Precisamente fue durante la Guerra de Cuba, entre 1895 y 1898, el momento en que la acción estatal contra los prófugos se hizo más intensa. Pese a que a lo largo de todo ese conflicto se siguió manteniendo un alto número de evadidos, hubo una notable inquietud social debido al endurecimiento de la política de quintas. El resultado fue el apresamiento de muchos mozos de reemplazos anteriores que se hallaban en situación irregular desde hacía años. Incluso se dieron serios intentos de sancionar a alcaldes y concejales desde una desacostumbrada predisposición a que se ejecutara la ley, ahora con una vigilancia más firme en todos los aspectos. La nueva ley de quintas, promulgada en medio de la insurrección colonial, venía a restringir las posibilidades de fuga, aunque no fue suficiente para detener las evasiones en Canarias. Ante la gravedad de aquellos acontecimientos, la clase dirigente de las islas no tuvo más remedio que salir en defensa de los prófugos. El clima social llegó a ponerse muy tenso, expresado en las protestas municipales, en multitudinarias peregrinaciones marianas en Telde o en Fuerteventura para rogar por los vecinos capturados o en algún que otro conato de amotinamiento popular asociado también a las carestías del periodo. El propio obispo Cueto viajó en comisión a la Península para negociar con representantes del Gobierno, hasta parece que cerca de la Reina Regente, una salida a tales complicaciones. Ello se resolvió finalmente a favor de los intereses locales, lo que ocasionó un relajamiento instantáneo de las detenciones de prófugos. El indulto se consiguió porque no afectaba en líneas generales al envío de tropas a las guerras coloniales, bien al contrario, estimuló la emigración clandestina en el Archipiélago, lo que beneficiaba a las grandes compañías navieras, aparte de rebajar la inquietud en una de las regiones más sensibles al rechazo a las armas.

Se podría distinguir en cualquier caso dos tipos de prófugo. En primer lugar, aquél que se había convertido en un trabajador emigrante a ultramar, cuyas motivaciones personales son esencialmente socioeconómicas. Su huida se produciría, en la mayoría de los casos, mucho antes de la edad requerida para entrar en el Ejército. La diferencia abismal entre los emigrantes reales y los datos estadísticos de declaraciones de residencia en América, o el caos en la gestión de los censos de población, respondieron a esa actitud municipal para hacer que las quintas no frenasen la emigración. Por otro lado, estaba el prófugo que tenía como objetivo primordial escapar de la guerra. Estos individuos contaron con una menor protección de las autoridades. Normalmente solían embarcarse en los instantes previos al ingreso en la caja de recluta, burlando la vigilancia de los puertos y costas que llevaba a cabo la Guardia Provincial o, más tarde, la Guardia Civil. Incluso en algún momento llegaban a establecer su escondite en las propias islas.

La evitación del servicio militar adoptaba múltiples maneras, ya fueran legales o, sobre todo, prohibidas y castigadas, entre las que fugarse era el recurso más utilizado en Canarias por las razones ya mencionadas. Pero los intentos de engañar a las autoridades militares comenzaban desde la misma elaboración del alistamiento. La no inscripción de personas, hacerla como fallecidas, sin justificar tales muertes, o la suplantación con nombres femeninos en los registros y padrones eran estrategias muy comunes en el siglo XIX. La modernización administrativa y la necesidad de combatientes impuesta por las frecuentes guerras civiles y coloniales animarán no obstante a las autoridades estatales para lograr una mayor eficacia a la hora de filtrar y rectificar los alistamientos. Además, los testimonios de familiares que revelasen el destino migratorio de los mozos ausentes en ultramar eran muy raros, porque desconocían su último asentamiento, o por ocultar el paradero del allegado con la intención de entorpecer su localización.

La alegación de motivos legales para no hacer la mili era relativamente baja en Canarias, si se compara con otras regiones españolas, y esto tiene mucho que ver con las facilidades ofrecidas para la fuga en nuestras islas. A menos que los motivos para la excepción del servicio fueran muy evidentes, casi nadie prefería enredarse en una agotadora pugna con los responsables de otorgarla para demostrar lo legítimo de su objeción. Las dificultades para lograr esas excepciones se incrementaron a partir de 1896 y su utilización a cargo de los mozos descendió claramente. Si cruzamos este dato con la proporción de fugitivos, concluiremos que se daba una enorme desconfianza entre los sectores más desfavorecidos respecto a los recursos oficiales y una apuesta abrumadora por la huida clandestina.

Aunque con las fuentes históricas disponibles resulta muy difícil establecer el grado de fiabilidad de las alegaciones por defecto físico, se ha podido observar entre los mozos declarantes un porcentaje muy alto de carencia o atrofia de miembros. La dureza del trabajo agrícola puede explicar muchas de estos daños corporales, pero el horror de muchos quintos a tener que marchar a una guerra les llevaba también a autolesionarse alguna extremidad o incluso a la amputación voluntaria de dedos, acciones consideradas delitos graves y penadas con prisión militar. Otro recurso habitual era la alteración del calibrador de medición con ciertos mozos, en connivencia lógica con los funcionarios municipales, para excluir al individuo por cortedad de talla. Las exclusiones físicas irán igualmente decayendo desde finales del siglo XIX a medida que se fueron verificando mejor los motivos para la inutilidad y se atajaron los casos de soborno a médicos y talladores con las nuevas medidas sancionadoras.

La redención a metálico, es decir, pagar un fijo al Estado para no prestar el servicio militar, es otro factor diferenciador con relación a las quintas en Canarias. Hasta que dejó de estar vigente en 1912, la redención fue aquí un sistema de evasión prácticamente inapreciable, así como su explotación comercial por parte de bancos, prestamistas y montepíos. La facilidad para la fuga redujo su práctica, perjudicial para el negocio de la emigración. Pero hubo años donde ésta creció inusualmente. Justo aquellos que se corresponden con el transcurso de las guerras coloniales. Así, en los primeros meses de campaña en la última guerra de Cuba la redención a metálico se disparó. La situación de temor que se vivió entonces no sólo se puede observar en las huidas sino también en los pagos, que son otra respuesta más a una situación límite. Tuvo una especial incidencia entre los reclutas expedicionarios, estando en correlación con las deserciones, que decrecen cuando son importantes las aportaciones monetarias. Pudo ser causante asimismo del empobrecimiento de un sector del campesinado medianero y del pequeño propietario durante esos años. La compra de cartas de redención afectó al empleo de los ahorros, al mantenimiento de patrimonios y al uso de las remesas indianas.

En definitiva, fugarse fue de lejos el medio más utilizado para evadir el servicio militar y, durante décadas, el infortunio de ser reclutado para las colonias. La cantidad de mozos expedientados como prófugos en Canarias fue espectacular, ocupando en esta cuestión los primeros lugares de todo el Estado. La ausencia de conflictos directamente asociados a las quintas es indudable, ya que no se produjeron como en otras partes violentos motines o agitaciones organizadas, en un contexto social caracterizado por la debilidad del movimiento obrero. Ahora bien, no es menos cierto que, en combinación con otros agentes como fueron las repetidas crisis agrarias, las quintas no hayan estimulado alborotos espontáneos, o que la fuga no pueda ser entendida como una forma de protesta popular ante la opresión que significaba un servicio militar obligatorio sólo para los pobres. El isleño adquirió fama de insumiso e indisciplinado entre los mandos del Ejército, un talante que no se expresaba por medio de la acción política sino a través de la huida a tierras americanas, donde el cuartel dejaba de ser un problema y se podía progresar socialmente.

 

Por Javier Márquez

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *