En la década de los 80 el último habitante que quedaba en Seima abandonó el pueblo para siempre, como antes que él lo habían hecho otros vecinos, en los años 50 y 60. Cerca de la degollada de Peraza, en la carretera que baja a Playa de Santiago, se encuentra Jerduñe, desde donde parte un estrecho y serpenteante camino que desciende por la margen izquierda del barranco de Chinguarime.
Es uno de los accesos posibles al pueblo de Seima para quien decida hacer a pie (la única forma de ir, aparte de subido a lomos de una bestia) el trayecto de unas tres horas descendiendo suavemente desde la cumbre insular, a más de 900 metros, hasta los 520 de este caserío de modestas construcciones de piedra seca, rudimentarias vigas de madera y tejas guisadas allí mismo décadas atrás.
La belleza del paisaje recrea la vista, tanto como sobrecoge el corazón pensar en la dura vida de la treintena de familias que se repartía en las pequeñas casitas de los dos barrios en que se dividía Seima: Morales, el núcleo, y Contreras, a un par de kilómetros al sur y por el que se va desde un cruce de caminos antes de llegar a la hoya de Morales. «Habían casas de familia que no tenían nada, ni terrenos, y sembraban a medias y tenían ganado a medias», recuerda un antiguo vecino. No había otra cosa sino la siembra (cebada, trigo, legumbres), los rebaños y algún burrito.
Los tomateros del sur de Tenerife se los llevó para siempre, dejando un paisaje de casas con las puertas abiertas a la mirada de curiosos, postes de luz sin cables, techos desfondados, cuadras sin bestias, habitaciones con restos de enseres abandonados en casitas alineadas en varias hileras, con toneles de madera de duelas descolocadas donde se guardaba el grano (que no el vino) y huertas en las que hoy habita la vegetación autóctona, de nuevo ocupando el terreno que perdió con la presencia humana.
«¿y para qué volver?», se pregunta este nativo de Seima. Ahora es sólo ruta para quienes quieran conocer el agreste paisaje de profundos barrancos de La Gomera y ver un pueblo que traslada nuestra imaginación y nuestras dotes de observación a un pasado cercano, agrícola y pastoril, sin bloques de cemento, sin agua corriente y que sólo conoció la luz eléctrica en el ocaso de su existencia. «Mira el sacrificio que se hacía cuando tenías que ir a tostar el grano para el gofio o vender el queso: a Santiago o a la Villa», dice quien conoció lo aislado de este lugar.
Para salir: Si se sigue el descenso se llega a la capital gomera pasando por la playa del Cabrito. O se coge el camino a Contreras y de ahí a Tecina y Playa Santiago. O se regresa por donde se ha llegado. Una larga caminata sólo para personas resistentes, de unas seis o siete horas en total.
Diciembre de 1998
Anarda SIGLO XXI – Revista de Canarias